CORRAL DE ALMAGUER, VILLA CERVANTINA POR MÉRITOS PROPIOS
Si en el 2005 celebramos el IV centenario de la publicación del Quijote con grandes fastos y alharacas, en 2016 toca conmemorar el IV centenario de la muerte de su creador, si bien esta vez con mucha menos pompa y parafernalia, que se ve que no están los tiempos para excesos culturales. Una vez más, como si de un ritual se tratase, numerosos municipios manchegos pretenden arrogarse el dudoso mérito de ser “ese pueblo del que nuestro genial escritor ni tan siquiera quería acordarse”. Curioso motivo de orgullo -pensarán algunos-… Da lo mismo… Con tal de conseguir notoriedad y aparecer en televisión, no faltarán localidades manchegas que pretendan convencernos de que conservan intacto el establo donde Rocinante estampó sus primeras boñigas, o donde Sancho llevó a cabo sus juveniles escarceos amorosos. Todo sea por intentar que se hable del pueblo y atraer ese turismo de curiosidad que tanto se hace rogar en la Mancha.
Y es que aunque todos hablan del
Quijote, muy pocos parecen haberse leído más allá de sus
primeros renglones. De haberlo hecho, se hubieran dado cuenta de
que Cervantes disfrutó como un niño a la hora de sembrar confusión
sobre el lugar de residencia del Ingenioso Hidalgo y que incluso
previendo disputas entre las localidades manchegas, tuvo a bien
dejarlo claro en el último capítulo de su segunda parte, donde
al referirse a la muerte de Don Quijote, escribe: “...
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no
quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las
villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele
y tenérsele por suyo...” -Más claro, agua-.
Ignorando este último punto,
los pueblos manchegos continúan obsesionados por convertirse en
el lugar de morada de Don Quijote, a base de arrimar el ascua a su
sardina. Es decir: a base de interpretar favorablemente las partes
del libro que les son convenientes y obviar las que no les
interesan. Gracias a este curioso e interesado procedimiento,
tanto Miguel Esteban, como Pedro Muñoz, Mota del Cuervo,
Argamasilla de Alba, Villanueva de los Infantes, Alcázar de San
Juan y hasta el propio Corral de Almaguer, entre otros muchos
lugares de cuyo nombre no quiero acordarme para no alargar
excesivamente este artículo, han lanzado en alguna ocasión sus
propias e interesadas teorías. Ni que decir tiene que ninguna
y todas son verdaderas, pues el lugar existió únicamente en la
mente de Cervantes.
Dejando de lado tan absurdas polémicas,
vamos a centrarnos en lo que de verdad nos interesa y que nadie
jamás podrá rebatirnos: que Corral de Almaguer es por méritos
propios un lugar Cervantino, por mucho que les pese a aquellos
que de forma interesada, por descuido o falta de conocimiento, lo
han venido ignorando en sus rutas quijotescas, conmemoraciones
seculares y celebraciones de variado signo. Y es que si existe
un pueblo en la Mancha que puede presumir de contar con personas
que influyeron en la vida de Cervantes, tanto para bien como para
mal, ese es Corral de Almaguer.
Y para demostrarlo, vamos a
remontarnos al año 1562 para conocer a un Cervantes de 22 años
declarado en rebeldía, que tiene que huir de España para evitar
entrar en prisión y que le corten una de sus manos. Así lo
establecía la sentencia dictada contra él en Madrid, por haber
ocasionado numerosas y graves heridas a Antonio Sigura, maestro de
obras de la Corte. No vamos a entrar en los detalles del suceso,
pues nos llevaría mucho tiempo y espacio, pero si en el hecho de
que gracias a esa huida nuestro escritor conoció la cuna del
renacimiento –Italia- y entró a trabajar bajo las órdenes de
monseñor Aquaviva. Un año después y para expiar sus culpas con
la justicia española, Cervantes decide alistarse en el Tercio de
Nápoles, comandado por aquel entonces por don Álvaro de
Sande, uno de los militares más sobresalientes de su tiempo,
amigo personal de su padre y Comendador de Corral de Almaguer.
Tras participar meses después
en la batalla de Lepanto junto a su hermano Rodrigo y perder la
movilidad del brazo izquierdo como consecuencia de un arcabuzazo,
Cervantes fue capturado por los piratas cuando llevaba a España
importantes cartas de don Juan de Austria y del Duque de Sessa.
Este hecho lo llevaría a ser considerado por los corsarios como
un militar importante y por lo tanto candidato a un elevado precio
de rescate. En los cinco años de cautiverio que pasó en Argel,
nuestro escritor protagonizó numerosos intentos de fuga y entabló
amistad con otro corraleño, Alonso Hernández, al que con toda
probabilidad ayudó a escapar, dado que los Padres Trinitarios
fray Juan Gil y fray Antón de la Bella, encargados de su rescate
y el de Cervantes, no consiguieron encontrarlo por ningún lado.
Regresó el escritor a España en
1580 después del pago de 500 ducados y no tuvo más remedio que
realizar varios trabajos confidenciales para la Corte, en vista de
la penosa situación económica que atravesaba su familia por
haber afrontado su rescate y el de su hermano. Cuatro años más
tarde, en 1584, nacía su hija Isabel Saavedra como consecuencia
de una relación pasajera con Ana Franca de Rojas y en diciembre
de ese mismo año decidía casarse en Esquivias con Catalina de
Salazar y Palacios; un matrimonio infeliz que acabaría apenas dos
años después de la boda y que no dejaría hijos.
Dando tumbos de acá para allá y
siempre con la penuria económica acechando sus espaldas, nuestro
genial escritor decidió solicitar un puesto de funcionario real
en la administración de las Indias, pero una vez más le faltaron
influencias y dineros suficientes para conseguirlo. Rechazada su
petición, consiguió por fin un puesto como recaudador de
impuestos o comisario de abastos en distintas provincias de
Andalucía, que tenía como objetivo surtir a la Armada Invencible
de grano y aceite. Incómodo trabajo que lo llevaría a
enfrentarse con propietarios, agricultores y hasta con la propia
iglesia (con la iglesia hemos topado, amigo Sancho) y le supondría
ser excomulgado en la ciudad de Ecija y encarcelado en Castro del
Río. Una vez superados los problemas y aprobadas las cuentas,
Cervantes fue propuesto de nuevo como recaudador de tercias y
alcabalas, esta vez en la provincia de Granada.
Corría el año 1594 y se trataba de
recaudar nada menos que dos millones y medio de maravedíes en
impuestos atrasados. Para poder convertirse en recaudador oficial
de tan gran suma y en previsión de que pudiera desaparecer con el
dinero, la administración exigía al comisionado la presentación
de avales que respondieran ante cualquier eventualidad surgida en
el ejercicio del cobro. Y es aquí donde nuestro inmortal
escritor entra en contacto con un nuevo corraleño. En esta ocasión
con Don Francisco Suárez Gasco, que se le ofrece como avalista.
Don Francisco Suárez Gasco, natural de Corral de Almaguer pero
casado y vecino de Tarancón, era sobrino de Don Pedro Gasco
(Consejero de Castilla y Virrey interino de Navarra), además de
nieto del comendador Francisco Suárez (fundador de la capilla
colindante con la sacristía) y sobrino-nieto del obispo Martín
Gasco (fundador de la capilla de los Gascos). Dedicado desde
siempre a los negocios familiares pero con antecedentes de
destierro de la Corte y del Corral de Almaguer, avaló a Cervantes
con 4.000 ducados, que venían a ser un millón y medio de maravedíes.
Tras firmar los correspondientes
compromisos y obligaciones de pago, nuestro inmortal escritor se
dirigió a Granada para comenzar su labor recaudatoria entre los
distintos pueblos de la provincia andaluza. Como manejaba cifras
importantes en sus recorridos por los distintos lugares y para
evitar pérdidas o robos, cada cierto tiempo depositaba lo
recaudado en un banco de Sevilla regentado por Simón Freyre de
Lima. Hasta aquí todo normal. El problema surgió cuando tras
acabar el trabajo y a punto de presentar las cuentas, el banquero
de Sevilla había entrado en bancarrota. Temeroso nuestro
paisano Francisco Gasco de no poder justificar el dinero que
faltaba por entregar a la administración, descargó la
responsabilidad en Cervantes y solicitó que fuese él quien
acudiese a la Corte para dar las oportunas explicaciones. Sin
embargo, el juez de Sevilla no permitió a Cervantes mostrar las
cuentas y abusando de su poder lo condenó a varios meses de cárcel
en la prisión Real de la ciudad. Es en este período cuando se
supone que comenzó a escribir El Quijote.
Discurre su vida desde entonces entre
Madrid, Toledo, Esquivias y Valladolid, que es donde se había
trasladado la Corte, sin desprenderse de las penurias económicas
habituales, pero con numerosos trabajos literarios ya publicados.
Tanto es así, que incluso es objeto de las envidias del propio
Lope de Vega, por aquel entonces considerado el súmmum de los
escritores. Dando tumbos de acá para allá, pero sin dejar de
escribir todo tipo de obras y estilos -incluida la segunda parte
del Quijote- nuestro escritor va a terminar sus días en la misma
calle en la que vivía Lope de Vega, aunque no en un caserón de
su propiedad como éste, sino en un piso de alquiler propiedad
curiosamente de un nuevo corraleño: el notario o escribano
Gabriel Martínez.
Se trataba de una buena vivienda de
dos plantas y palomar, situada en el madrileño barrio de Antón
Martín y concretamente en el número 20 de la calle del León,
esquina con la antigua calle Francos (actual calle de Cervantes). Las
estancias superiores del edificio se encontraban ocupadas por el
escribano D. Gabriel Martínez, natural de Corral de Almaguer,
propietario del inmueble y por tanto casero de D. Miguel de
Cervantes, con el que acabaría fraguando una cordial amistad.
Se daba también la
circunstancia de que el mencionado Gabriel Martínez tenía un
hijo, Francisco Martínez, que era capellán del convento de las
Trinitarias al que acudía D. Miguel de Cervantes para confesarse
y oír su misa diaria. Cuando el día 23 de abril del año
1616 Cervantes fue enterrado en el mencionado convento, nuestro
paisano Francisco Martínez ejerció como presbítero y testigo de
su sepelio, además de confesor, casero y testamentario.
A modo de epílogo:
Murió nuestro genial escritor sin imaginar ni por un momento la
gloria que le esperaba. Después de una vida tan ajetreada y llena
de penurias, después de haber conocido en tan pocas ocasiones la
felicidad, me viene a la mente uno de esos viejos refranes
manchegos que tanto le gustaban a Sancho Panza.
“a burro muerto, la cebá al
rabo”
Rufino Rojo García-Lajara (Febrero de 2016)
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