Ensayo
sobre la decadencia y el abandono de nuestro patrimonio
No sé sí calificarlo como señal de romanticismo o preocupante síntoma de vejez, pero confieso que me gusta pasear por las calles del pueblo durante las horas menos transitadas del día. Al igual que mucha gente de mi generación, tengo grabados en los intrincados recovecos de la memoria, el amplio abanico de ruidos, colores y olores que acompañaron mi infancia, y reconozco que disfruto rememorándolos al atravesar los pocos rincones de la localidad que aún conservan su esencia.
Posando
la vista en esa oxidada reja o en aquella vieja pared desconchada
y remendada de humedad, puedo viajar en el tiempo y trasladarme a
pasadas épocas de bullicio callejero, corrales y patios de vecinos,
en los que la vida transcurría a la vez ligera y ruidosa, mezclando
el traqueteo sordo y renqueante de las ruedas de los carros, con los
olores de las chimeneas, los pucheros hirviendo, la ropa recién
lavada y el intenso y característico tufo de los animales de carga
(mulas) en su camino diario hacia ninguna parte. Los azulados colores
de la mañana imprimían por aquel entonces pinceladas de frescura a
las encaladas paredes que componían el decorado de aquel limitado
mundo infantil, y los silbidos de las golondrinas y vencejos saludaban
con vertiginosas piruetas nuestro trayecto al colegio, mientras
jugaban a kamikazes marrulleros
que nunca acababan de estrellarse. Finalizadas las clases, el
macilento sopor del mediodía extendía una pesada manta sobre el
paisaje y el monótono canto de las chicharras nos arrullaba de calma
y abandono, hasta que el atardecer nos regalaba de nuevo otro de sus
momentos mágicos, al inundar con oro puro las fronteras de nuestros
sueños. Las aceras y las plazas se convertían entonces en enormes
decorados y las aventuras aparecían por las esquinas o camufladas
entre los árboles y las farolas, dispuestas a consumir nuestra niñez
entre pan y chocolate o pan y quesito.
Cercado
en el lugar que antes ocupaba la casona de Contreras o de la "cruz colorá" |
Me encontraba sumido en estas
meditaciones, considerando incluso si no resultarían demasiado
cursis para recogerlas en los escritos (aunque lo cierto es que a
partir de los cincuenta los prejuicios de los demás te resbalan)
cuando el errático y solitario paseo por las calles del pueblo me
llevó a tropezar de bruces con el horroroso y desagradable espectáculo
que se representaba en la cruz colorada, o para ser coherente con el
párrafo de arriba, en la “cruz colorá”. No me lo podía creer.
En la esquina entre la calle mayor y la de las tiendas, un indecente
y sucio cercado de cemento con sabor a especulación y burbuja, se
levantaba en defensa del enorme solar en que había quedado reducida
la vieja casona renacentista que dio nombre a la placeta sobre la
que surgió la población. ¡Dios esto es el colmo! Se han cargado
otra casa más y encima en éste sitio. Una arcada de asco y
desprecio sacudió mis entrañas, intentando subir a la boca del estómago.
No puede ser, otro de los decorados de mi infancia evaporado por el
abandono, la ineficacia de los gobernantes y la ambición y falta de
escrúpulos de unos pocos. A este paso nos dejarán sin sueños. ¿Qué
será lo próximo?
Esquina de la "Cruz Colorá" |
Apesadumbrado por el desprecio
inflingido a nuestra historia en sus propios orígenes, decidí
abandonar rápidamente la emblemática placeta, no sin antes echar
un último vistazo a la cruz pintada de rojo que ahora se erguía de
forma casi blasfema, sobre una improvisada estructura metálica que
parecía robarle el calor de su propia leyenda. No me extrañó en
absoluto comprobar que los recuerdos hubieran huido de aquel
desdichado lugar incapaces de soportar tanta tristeza, y la vida
sobreviviera a duras penas en el único rincón del viejo cruce de
calles que aún permanecía en pie.
Corredor
sustentado por columnas del antiguo patio de la Casa de Conteras |
Ofuscado por la rabia pensé en la
plaza mayor. Sí, necesitaba ir urgentemente a la plaza mayor. Ella
nunca me había fallado y era apuesta segura. Sin meditarlo dos
veces aceleré todo lo que pude por la calle de las tiendas, llevándome
por delante unos cuantos recuerdos de comercios, boticas y
centralitas en mi desesperado afán por encontrar un poco de belleza
y armonía que sosegara el espíritu. Andaba tan sobrecogido por la
visión, que no advertí que en la esquina de Pedro Campo me salía
al encuentro otro de esos monstruos grises de la fealdad. ¡No puede
ser, Dios mío, la plaza no! ¿Donde fue a parar la vieja tienda de
Lázaro y sus crujientes maderas?
Casa de Lázaro poco antes de su derribo |
Puerta de la casa de Lázaro con la fecha de construcción |
Era difícil sentirse más triste y
abatido. Cabizbajo dirigí mis pasos hacia la puerta de la iglesia
esperando encontrar al menos un poco de consuelo artístico, que no
religioso, cuando reconocí al demonio del abandono y la destrucción
escondido entre sus carcomidas columnas abalaustradas. Un enorme
pedazo de moldura, tan grande como para llevarse al otro mundo a
media procesión de
la Virgen
del Carmen o del Sagrado Corazón si hubieran coincidido las fechas,
se desplomó en ese mismo instante contra el suelo empujado por el
destructor ángel de la decadencia. Asustado por la violencia del
derribo, pero envalentonado de rabia, me permití amenazar al
maldito diablo con la restauración del cura. No sabes con quien te
la estás jugando -le dije- él sí que manda en este pueblo, tienes
los días contados. Decidí retirarme prudentemente antes de que me
arrojara una pilastra o algún desencajado friso, avanzando hacia la
calle de los collados.
La portada renacentista de la Iglesia Parroquial antes de su reciente restauración |
Azorado como me encontraba por la diabólica
pelea, apenas me fijé en que
la Casa
de las Valencianas estaba de nuevo en venta. Más tranquilo y
sosegado al llegar a
las cuatro esquinas, me consolé pensando que al menos era
construcción sólida y probablemente duraría unos cuantos años más.
La amargura, no obstante, había logrado hacer mella en mis
castigados órganos internos, y un atisbo de ardor reclamaba su
sitio en tan desagradable panorama. Descendiendo por la calle sentí
por fin cierto alivio al encarar
la Casa
del Obispo o del balcón, restaurada con bastante acierto por Manolo
el de Mapfre, pero no tuve más remedio que girar la cabeza para no
ver las dos columnas mal ensambladas que presidían la falsa calle
de Nuestra Señora de Fátima, procedentes del patio de aquella
vieja casona cuyo escudo acabó ornamentando un chalet. Al menos nos
quedará París -pensé- y París apareció ante mis ojos en forma
de Casa de los Collados.
Un caro capricho -me comentaban hace
tiempo sus dueños- un maravilloso capricho -respondía yo- de cuya
fantástica y costosa restauración los corraleños deberemos estar
siempre orgullosos y agradecidos, pues preservará una parte muy
importante de nuestro pasado. Por momentos volví a respirar hondo y
pude dilatar los pulmones a gusto. Por fin podía recrear mis
recuerdos con complicados trazos de piedra y espectaculares
techumbres moriscas, sin que la cochambre amenazara mis fantasías.
Mi mente recuperaba al instante parte de sus sueños perdidos, y la
enigmática reja de su lado norte, sustentada por dos cabezas de
piedra a modo de canecillos románicos, volvía de nuevo a
convertirse en epicentro de misteriosas aventuras.
Portón
renacentista de la casa de los Fuentes o de la Hilaria |
Andaba tan concentrado en mis ilusas
fantasías, que no me apercibí de la llegada de un amigo dispuesto
a terminar de amargarme el día y proporcionarme
la puntilla y el descabello. Y es que nunca debí echar las campanas
al vuelo, pues como suele ocurrir con las más terribles pesadillas,
lo peor aguarda siempre al final. Y el final me tenía reservado
nada menos que el hundimiento por abandono de prácticamente la
totalidad de otra de las casas solariegas más emblemáticas de la
población: la llamada casa de
la Hilaria
o de los Fuentes. A pesar de que la fachada exterior aún permanecía
en pie como triste decorado de película, exhibiendo el escudo más
bello y la puerta más hermosa y más dividida de la localidad, sus
entrañas aparecían ya desgarradas por el monstruo de la decadencia
y la destrucción. ¡Pero si es uno de los edificios más
importantes y con más elementos artísticos de la villa! acerté a
balbucear, sumido como me encontraba en la sorpresa del asco y la
rabia. ¿Cómo es posible que estas cosas ocurran siempre en Corral
de Almaguer sin que nadie mueva un dedo? Al verme tan afectado, mi
interlocutor desdibujó unas palabras de consuelo. Ya sabes…eran
varios dueños -intentó justificar, aunque aquello me sonaba a pésame
y velatorio- y estas casas necesitan mucho mantenimiento... Encima,
al estar adosada a
la Casa
de los Collados, para cualquier reforma deben informar antes a
Bellas Artes, por lo que al final lo más práctico es dejar que se
vayan hundiendo poco a poco. Una pena chico -me dijo- de todas
maneras ¿es que todavía no te has dado cuenta que esto es Corral
de Almaguer y no Quintanar? Si hubieran tenido los quintanaros una
de éstas casas seguro que ya la habían convertido en parador,
menudos son.
Patio
desaparecido de la Casa de los Fuentes o de la Hilaria (finales del siglo XVI) |
Agradecí sus cariñosas palabras de
consuelo, pero lo único que consiguieron fue hundirme más en la
tristeza. Contemplando su descascarillada fachada me puse a pensar
en los orígenes del edificio, intentando imaginar cómo sería
cuando sirvió de torreón defensivo a las murallas de la villa,
protegiendo la llamada “puerta del río” que se abría justo en
uno de sus laterales. Pensé después en la orgullosa familia
Fuentes que durante la segunda mitad del siglo XVI mandó erigir la
actual casa solariega, antes de construir las tres casonas más
hermosas de la localidad como regalo para cada hijo. Pensé en su
peculiar patio renacentista, en los picos de su fachada que la
llevaron a ser conocida durante un tiempo como casa Pinche, en sus
elegantes columnas con zapatas, en sus antepechos decorados con
desgastados rosetones de yeserías al igual que las molduras que
sustentaban los aleros. Pensé, en fin, en que pronto desaparecería
de nuestra memoria otro de los conjuntos más peculiares de la
población, para ser sustituido quizás por otro de esos antiestéticos
monstruos grises de cemento, emblemas de la fealdad.
Escudo
renacentista de la Casa de los Fuentes Finales del XVI |
Asqueado por la visión decidí apartar
mis pasos del edificio, intentando cobardemente hacer oídos sordos
a lo que no parecía ya tener solución, pero mis entrañas rugieron
entonces con violencia y me obligaron a retroceder reclamadas por
los continuos crujidos y gemidos que expelía la casa en su continuo
descenso hacia el abismo del derribo. Fue entonces cuando comenzaron
a amontonarse en mi boca todas las palabras huecas proferidas por
los gobernantes municipales de los últimos treinta años, sazonadas
por el artículo quinto de los estatutos de
la Asociación
que se me fue a pegar en el paladar. Eran tantas y tan huecas las
palabras, que sentí cómo se me atragantaban y amenazaban con
producirme la asfixia. Asustado por la nausea de la hipocresía, no
tuve más remedio que provocarme el vómito de la desvergüenza,
pero sólo conseguí arcadas de ignorancia, abandono y mediocridad.
¡Nunca cambiarán! -Pensé- Y desolado
decidí borrarme del pueblo una vez más hasta que las raíces me
reclamen de nuevo. Cosa que me temo, a más tardar, ocurrirá dentro
de una semana o quince días.
Rufino Rojo García-Lajara
(Noviembre de 2012)